Ave urbanitas (o cómo amar la propia humanidad)

Suena el despertador y por un segundo espero escuchar a modo de eco al gallo saludando al alba, no tengo gallinero ni gallo, ni lo he tenido en los últimos diez años.


Al desayunar un plátano (uno ya tiene unos años y hay que cortar con los sándwiches de tres embutidos y queso) recuerdo la ocasión en la que intenté desayunar un huevo fresco frito. Para el que no lo sepa, los huevos frescos, y digo frescos refiriéndome a un huevo que puso la gallina hace menos de dos horas, se cuecen de forma irregular y es casi imposible freír uno y que quede aceptable.


En lugar de caminar entre terrenos sin cultivar para ir al instituto, tomo la guagua para ir a trabajar. En lugar de ir a estudiar a un instituto que tiene un corral de cabras detrás, voy a trabajar a un edificio de cinco plantas en una zona relativamente céntrica de Amsterdam.


De camino observo, eso sí, casi tanto verde como veía en el campo. Las zonas arboladas dan paso a hileras de casa perfectamente alineadas que a su vez ceden al verde cuando termina su zona asignada. Todo llano, todo perfectamente alineado y organizado.


No soy el mayor admirador de mis años adolescentes, pero me sorprendo a mí mismo añorando el camino a clase con sus irregularidades y piedras en el camino. Echando de menos el olor de la hierba al pisarla, el aroma terco de la tierra levemente húmeda por la relentada y el rancio hedor de las montañas de estiércol que serán usadas como abono. El campo huele a campo y no siempre es un olor tradicionalmente reconocido como agradable, pero la nostalgia mejora cualquier memoria.


Voy en el tren de camino a la ciudad del pecado europea y veo por la ventanilla campo de verdad: Mayormente vacas pastando en parcelas rectangulares perfectamente separadas por pequeños canales, algunas granjas y algunas secciones de bosque perfectamente estructuradas, demasiado para ser de origen natural.


De pronto el paisaje tiene un moteado de torres de alta tensión y me doy cuenta de que no me molestan en absoluto, son coherentes con el entorno de naturaleza fabricada común en tierra de canales.


Nos acercamos más y más a la ciudad y empiezo a apreciar el contraste de seguir viendo vacas a un lado del tren y monstruos de cemento al otro, me encanta, es todo tan... humano.


Ya en el entorno de la ciudad aprecio edificios a medio construir y otros a medio destruir (Por lo que he apreciado, los holandeses no son muy amigos de volar cosas, los edificios se echan abajo poco a poco, esto es observación, puedo estar equivocado.) y la nostalgia se disipa, me siento a gusto entre acero y cemento.


Bajo del tren y subo al metro, el tren viene del sur, donde la mayoría de la gente es blanca, pero el metro viene del corazón de Amsterdam y viene cargado con una diversidad racial bastante menos homogénea. Sonrío al ver la variedad de tonos de piel, celebrando que sea la ciudad en sí lo que concentre a gente de todos los orígenes.


Llego a mi oficina después de un corto paseo desde la parada del metro, tropiezo con un compañero a la entrada y compartimos ascensor. Cuando vamos subiendo, le doy al botón de la planta baja y sonríe a la par que me dice que él también hace eso. Le respondo que si todos los hiciéramos nadie tendría que esperar el ascensor por la mañana a lo que me replica: "Si esa es tu mayor preocupación, debes ser un hombre muy feliz". Reímos juntos y nos separamos a la salida del elevador. Él a su teléfono y yo a mi máquina, una bestia parda con la que se trabaja de lujo. Saludo a mi compañero más madrugador al que me referiré como don Elegancia en adelante (Siempre viste exquisitamente bien sin caer en la ostentación.) y le pregunto si quiere café. Quiere y voy al comedor a exigir a la máquina dos cafés excelentes (Mi empresa tiene claro lo productivo que es un empleado encafeinado, así que, sin coste alguno para el personal, podemos drogarnos con cafeína de la buena.).


Me siento, inicio sesión, miro la tira del día de Dilbert y empiezo mi jornada de un trabajo que me apasiona en una ciudad que adoro.


Y es que el chico de campo que sabe ordeñar una cabra ahora es un ser urbano que sabe obligar a las máquinas a hacer lo que uno quiere.


Escucho mucho cosas como: "Quien olvida sus orígenes pierde su identidad" y "Quien olvida su patria no quiere a su madre". También cosas del estilo de: "Hay que volver a conectar con la naturaleza".


Son cosas que suenan muy bien, pero que tu identidad se forme en el lugar donde te criaste no hace que el lugar en sí sea parte de dicha identidad, eres un conjunto de vivencias procesadas en forma de experiencia a través de unos filtros formados por tu código ético y tus instintos al respecto. En cuanto a la patria, soy defensor de que las banderas están ahí para que estés dispuesto a morir por los poderosos y que llevar el orgullo patrio más allá de celebrar lo hermoso del lugar en que vives puede llegar a ser peligroso. Eso sin hablar de que hay madres que no se merecen el amor de sus hijos (No hablo por mí, yo tengo una relación materno-filial muy al uso, con sus más y sus menos, pero con sentimientos afectivos y esas cosas de humanos.). En cuanto a lo de volver a conectar con la naturaleza, estaría bien hacerlo con cuidado, porque hay quien se lo toma como dogma y se olvida de lo que nos ofrece el mundo moderno. Una cosa es ser conscientes de que la leche que compramos en el supermercado viene de un ser vivo y otra creerse que por ordeñar una cabra uno tiene derecho a juzgar a los oficinistas por ser artificiales.


Yo celebro la humanidad como concepto, celebro las cosas grandiosas que hemos logrado. Hemos pisado la luna teniendo una biología que es incapaz de sobrevivir en la mayoría de nuestro planeta, menos aún fuera de él. Hemos reducido la mortalidad infantil hasta el punto de que la muerte de un niño es noticia. Tenemos máquinas capaces de procesar más información en un segundo que la mayoría de humanos en toda su vida. Estamos a punto de lanzar al mercado coches que se conducen solos.


También es cierto que tenemos gente que cree que no pisamos la luna y que la tierra es plana. Personas que han decidido que las vacunas son malvadas y que la difteria es algo divertido. Gente que cree que la tecnología viene a hacer peor nuestra vida, a quitarnos los trabajos, a pesar de que cada avance científico y tecnológico crea nueva industria. Individuos que no se fían de un coche que se conduce solo a pesar de que las estadísticas prueban que son menos proclives a tener accidentes y ni siquiera es una tecnología madura.


Y aunque estos últimos no son mi compañía favorita, esas ideologías vienen del escepticismo inherente al ser humano. Mal encaminado por falta de información y criterio, pero escepticismo al fin y al cabo.


El ser humano es capaz de hacer cosas grandiosas. Cada vez que visito Marken en Holanda, me maravillo del hecho de que todo lo que se puede ver desde allí era mar. Un día llegó un holandés en un bote, se plantó en medio de un montón de agua, miró a su alrededor y dijo: Aquí pongo un muro de nada y me queda un lago y unas tierras de cultivo guapas guapas.


Y lo hicieron, le quitaron espacio al mar y a los agoreros de: "Cuando el mar venga a por lo que es suyo..." Los tienen esperando sentados.


También hemos hecho daño al ecosistema, daño por el que seguro tendremos que pagar, si bien es cierto que también tenemos mentes brillantes trabajando en mitigar dicho daño.


No olvido que me crié en el campo, que planté semillas en la tierra y recogí alimentos meses más tarde. Tampoco se me va de la memoria el sabor fuerte de la leche recién ordeñada y hervida o el exquisito beletén​.


Sin olvidar nada de ello, celebro el cemento y el asfalto, celebro lo artificial porque nos eleva, nos enseña que, como especie, el único límite lo ponemos nosotros.

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